GIULIANA IPPOLITI: El tesoro de un Refugiado
OPINIÓN.
Suponga que el gobierno de su país prolonga una guerra de intereses, un conflicto civil entre leales y rebeldes, de devenir sangriento, finales infelices y dolor. Suponga que puede usted huir de la muerte, alejarse de la maldad, correr en busca de un refugio… Deténgase ahora, solo tiene cinco segundos para tomar algo, un objeto, cualquiera que sea, y marcharse. ¿Qué objeto tomaría?
El fotógrafo Brian Sokol ha realizado un impresionante foto reportaje sobre los objetos que atesoran algunos refugiados sirios, en el que es posible apreciar la crudeza de la guerra en su más sombrío silencio, porque hay rostros cansados, ojos que dicen lo que no queremos saber, blancos, negros, simplicidad.
Omar tiene 37 años, hace algún tiempo atrás se vio obligado a huir de su país natal por los estragos de la guerra, consigo llevó su buzuq (laúd de cuello largo), tocarlo – confiesa- alivia sus penas y recuerda la vida en Damasco. La veinteañera Tamana espera que haber llevado su diploma al campo de refugiados Adiyaman (Turquía), le permita continuar con su educación, piensa en su futuro, se ha negado a bajar los brazos. Para Ahmed lo más importante era llevar su bastón al momento de partir, sin él, quizá no habría podido hacer la travesía de dos horas a pie hasta la frontera iraquí donde ahora se encuentra. Iman, una joven madre de 25 años, sólo pudo tomar a su hijo Ahmed, a su hija Aisha y a un ejemplar del Corán cuando huyó de Alepo, el libro sagrado refugia su esperanza, alivia sus recuerdos.
Alia, una joven ciega de 24 años de edad, tras abandonar su hogar huyó al campo de refugiados de Domiz en el Kurdistán iraquí. Asegura Alia, que lo único importante que trajo consigo fue su «alma, nada más, nada material». Su cuerpo reposando sobre una silla de ruedas, sus labios marcados por los gritos de la guerra, su ímpetu, su valentía, sus formas, esas que adornan la fotografía en general, auspician en mí un profundo sentimiento de culpa, reflexión.
Dos manos, diez dedos, las líneas que las demarcan, pasado, quizás, futuro. Dos manos y la posibilidad de usarlas, sentirlas, abrazarlas. Dos manos que usted y yo ignoramos, dos manos que algunos han perdido y que para otros son gratitud. La guerra no es sólo sinónimo de crudeza y destrucción, es también el apego a las más abruptas situaciones de brutalidad y barbarie, es el inicio del fin, lo que no somos, lo que dejamos de ser.
Pero la guerra no solo conduce a los niveles más bajos de humanidad, sino también, a los más altos de sensibilidad. Aprendemos a reconocer que no se necesita mucho más de lo que se tiene para ser y estar… Un par de piernas que te lleven donde quieres ir, ojos que te muestren el mundo tal cual es, labios que te regalen expresión, piel para proteger el alma, la cotidianidad del aire al recorrer el cuerpo.
Y sin embargo, personas como Omar, Tamara, Ahmed, Iman y Alia, sobrevivientes de guerra, se refugian en algo material, un objeto, un recuerdo, un momento, que les permite regresar a todo aquello que fueron cuando aún sus vidas no habían tomado el destino del lado oscuro de la humanidad, ese que insistimos en repetir una y otra vez.
Paz.
Con información de BBC Mundo.
Publicado Originalmente en El Venezolano de Panamá.
23/Abril/2013. – 14:05 hrs.